martes, 12 de noviembre de 2024

NOSOTROS LOS DIOSES

Nosotros los dioses, quienes esperar no podemos, soberbios, desafiantes, carentes de razones y sobrados de pasiones, buscamos respuestas donde no hay preguntas, caminos donde ni siquiera las veredas son posibles, la calma es nuestro reto, el silencio nuestro peor enemigo. Porque en la soledad de nuestros pensamientos nos enfrentamos a nuestra propia imagen, esa que no siempre nos gusta ver, pero que nos define. Nos hemos elevado tanto, cruzado límites imposibles, que ya no reconocemos el peso de la fragilidad humana. Nos hemos olvidado del miedo, porque no hay espacio para él en nuestra majestuosidad, pero es en ese olvido donde se oculta nuestra mayor debilidad: el miedo al desvanecimiento, a la caída, al olvido. Y sin embargo, somos nosotros quienes tememos al vacío que dejamos cuando la perfección se convierte en una máscara sin rostro. Nos hemos construido a través de la acción, del poder, de la conquista, pero ¿qué somos sin esas cimas? ¿Qué somos sin el vértigo de la aventura que nos obliga a seguir siempre adelante, a nunca detenernos?. En nuestra eterna búsqueda de sentido, olvidamos que la respuesta no está en lo que deseamos controlar, sino en lo que aún no entendemos, en lo que no podemos abarcar, en lo que escapa a nuestra voluntad. Queremos dominarlo todo, poseerlo todo, pero la mayor verdad se encuentra en lo que se nos escapa, en lo que no se puede controlar, en lo que elude incluso a nuestra infinita capacidad de conocimiento. Y sin embargo, mientras más avanzamos, más nos damos cuenta de que la grandeza no radica en la posesión, sino en la capacidad de rendirnos ante lo absurdo, ante lo inalcanzable. En nuestra arrogancia, creemos que el silencio es una derrota, una rendición ante algo que nos somete. Pero la cúspide no es desafiarnos constantemente, sino aprender a callar cuando todo en nosotros clama por acción, cuando el deseo de conquista se convierte en un ruido ensordecedor que nos aleja de lo esencial. La calma, esa quietud que buscamos sin saber cómo encontrarla, es el refugio donde finalmente podemos mirarnos sin el peso del deber, sin la carga de la eternidad.
La verdadera grandeza no reside en la incapacidad de fallar, sino en la valentía de reconocer que el fallo es parte de nuestra naturaleza. Ser divino es, tal vez, entender que no todo debe ser resuelto, que no todo debe ser explicado, y que la verdadera sabiduría está en la humildad de saber que siempre hay algo más grande que nosotros, algo que no podemos controlar, algo que simplemente es. Y entonces, por fin, cuando ya no necesitamos demostrar que podemos, nos damos cuenta de que la respuesta no está en las batallas ganadas ni en las victorias externas, sino en la paz que se alcanza al aceptar que no necesitamos conquistar el mundo para ser completos. Porque el universo, en su infinita sabiduría, no necesita nuestra constante intervención. Basta con existir en su vastedad, con permitir que su misterio nos transforme, y aprender que, a veces, ser divino es simplemente ser parte del todo sin intentar controlarlo, sin tratar de entenderlo todo, sino limitándonos a ser testigos mudos de nuestra existencia. Y entonces, en la quietud, en la aceptación de nuestra transitoriedad, descubrimos la levedad de ser y la inmensidad de lo que no sabemos. El silencio, al final, ya no es nuestro enemigo, sino nuestro maestro. Y en esa lección aprendemos a ver el rostro de la divinidad, no en el poder absoluto, sino en la capacidad de rendirse ante el misterio.

lunes, 11 de noviembre de 2024

IGNITIO

Y hoy encuentro lógica en mi costumbre de buscar refugio en los lugares físicos donde padecí tristeza en esta vida o en otras, esperanzado en que el abatimiento evoca al rayo, que le disgusta tocar tierra en el mismo sitio por segunda vez y si llegara a hacerlo, transgrediendo su propia naturaleza, lo hará por mí, y solo por mí; haciéndome digno a través de su indignidad. Porque, al igual que la tormenta que no se repite, la desdicha no puede ser idéntica, ni siquiera cuando regresa. Cada dolor deja una huella distinta, una cicatriz que cambia la forma de lo que somos. Quizás el rayo, en su arrogante violencia, entiende que la transformación es la única salvación que el hombre puede esperar: que al golpearme de nuevo, no lo hace para destruirme, sino para reconstruirme con el mismo fuego que me consume. Y así, entre la repetición y la novedad, entre la memoria y el renacer, encuentro el sentido de mi búsqueda. La tristeza, como el rayo, vuelve para crear, para marcar una diferencia, para dejarme ver la vida con una intensidad que no podría haber alcanzado sin su furia.