Constantinopla ha caído, dejemos
al pueblo pensar que será recuperada por la gracia de Dios y los Reinos de la
Cristiandad, pero no nos engañemos a nosotros mismos nobles Señores, ha caído
en manos de Otomanos y no volverá a manos cristianas ni en diez sangres.
¡Herejía! Se oyó una voz joven
desde el fondo del salón atrás de las columnas.
¿Quién ha hablado así al Gran
Señor de Valaquia? Preguntó el Voivoda Báthory señor de Ecsed, tomando la
empuñadura negra de su mandoble, Perdonad el ímpetu de este estúpido muchacho, dijo
en voz poderosa Matthias Corvinus, mientras tomaba de la nuca al muchacho János,
que receloso y humillado como perro azotado por ladrar a desconocidos mira al
piso con el rabo entrepernado.
¡Dejad que el Joven boyardo hable! Exclamó el Príncipe, es necesario
que los viejos escuchemos la indignación de la nueva sangre, como la nueva
sangre debe escuchar las razones de las palabras de los viejos. Joven János de
la casa Corvinus acércate a mí, exclamó el Príncipe. El joven se acercó
indignado al atrio del trono. Fui educado en la guerra, dijo el Soberano de
Valaquia, por aquellos que solo conocían las artes de combate, se de acero, sé
de sangre, sé de pieles blancas de mujeres desde el Cáucaso hasta la tierra de
los Sajones. Mi oficio es la Muerte de otros, más no sé nada de Dios, por lo
que he hecho y lo que haré estoy seguro de que Dios no querrá saber nada de mí,
ni de la orden del dragón, yo solo sé de una herejía, la del que comanda pocos
hombres contra muchos y marcha al campo de armas sin saber del oficio.
La religión de las armas no tiene verdades de fe, ni escrituras
sagradas, sus evangelios no son escritos ni con letras ni tinta, sino con
sangre y números. Los números son la guerra, quien entienda que los números dan
la victoria es en verdad un apóstol de esta fe.
El que tiene pocos no ataca, espera. El que tiene muchos se mueve y
busca a su presa. El que cuenta con números pequeños se dispersa, como poca
manteca en una gran olla. Mientras el que con muchas lanzas avanza, permanece
en cerrada falange buscándole. El tiempo y la desesperación operan en contra de
los grandes contingentes, los hombres en manada son presa fácil para la peste y
el excremento blando. Alimentar a una bestia de tal tamaño es una tarea
desgastante, Eventualmente el grande comprende que debe disolverse, para
abarcar territorio y ubicar a la pequeña fuerza. Es tiempo que la presa use sus
números y se reúna, en grupo sólido y agudo como estilete, la bestia disuelta devora
territorio, pero es débil y suave en todos sus puntos. Se debe atacar en uno de
ellos, apuñalarla en su suave barriga, y dejarla sangrar. Se contraerá y se solidificará
ahí donde ha sido herida. La bestia unida es invencible, pero ha dejado de ser
omnipresente. Se encuentra paralizada. No
puede avanzar porque deja a un enemigo en su retaguardia, arriesgando las líneas
que la alimentan, no puede quedarse mucho tiempo, porque hacerlo significa
derrota, no puede dispersarse porque es débil en cualquier lugar y no puede escoger
el punto en que ha de presentar combate. Esa es la religión que conozco, esos
son los mandamientos que venero.